jueves, 20 de agosto de 2009

La fiesta de despedida

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(Dedicado a la quimérica revolución

Y a los tantos llamados por ella)

Estaba todo preparado, Gabriel, el presidente en ese año, ya había convencido al sector más conservador y menos revoltoso del curso. Después de todo, era nuestro último año, algo debíamos hacer o no. En la hora indicada iniciaríamos la épica travesía, cuando sus zapatos tocaran el suelo de la sala, desapareceríamos para siempre. Así que al toque de timbre todos nos reunimos esperando a la profesora, la nueva, era solamente posible con ella. Era de esas buenas profesoras que se vienen a estos colegios para intentar cambiar la sociedad, una completa ingenua. Ella no diría nada, se taparía los ojos y se sentaría lamentando lo sucedido. Y así fue, al minuto en que el sonido de sus pasos y el rechinar de la vetusta puerta se hicieron presentes, todos nos levantamos de nuestros bancos supuestamente para saludar, pero esta vez era todo lo contrario. Buenos días alumnos. No hubo respuesta. Dije buenos días alumnos. Con eso el Camilo miró al Gabriel de manera vacilante. Si ellos se quedaban estaba claro que otros más desistirían. Haber ¿Pasa algo que andan tan callados? Ah ya sé, es sobre la prueba de hoy. Silencio. De no ser por la carcajada del guatón Martínez probablemente nadie hubiera reaccionado pero ante tal cómica risa de ese gordo casi ahogándose todos comenzamos a reírnos y a mirarnos los unos a los otros. Era hora.

¡Ahora! y salimos estrepitosamente de la sala, todos burlándonos y dejando atrás a la joven que con una mirada perdida veía como hasta los más estudiosos salían. Corrimos despavoridos por los pasillos buscando hacer desmanes, tratando de liberar todo ese repudio al establecimiento de mala muerte. -¡Recordaremos por siempre lo hijos de puta que eran!- o otras como -Sin duda que aprendí algo, que por estudiar en este colegio de mierda no tendré ningún futuro- eran los grafitis que escribíamos en las paredes, mientras otros se encargaban de romper los vidrios, de tapar el inodoro y con las mangueras del patio mojar a todos los que se encontraban cerca mirando atónitos. Sí, fuimos un tanto excedidos pero en esa euforia del momento todo se sentía reconfortante y delicioso.

Y bueno después, cuando el inspector nos intento detener vociferando castigos de tres semanas para todos, ahí ya se volvió un tanto color de hormiga la cosa, no te diré que el grupo de los fornidos del curso como el mismo guatón Martínez y el Fabián García lo agarraron a la fuerza y lo dejaron en el patio para que todo el colegio viera como lo empapábamos, si ya toda el fárrago y peculiar suceso inevitablemente hizo detener las clases y que todos los estudiantes vieran nuestras atrocidades. Incluso los profesores miraban de lejos, un tanto comprendiéndonos, sabían muy bien que eran de la peor bazofia como docente y que en esa coyuntura, era difícil no tener esa rabia.

Debo reconocer que goce cuando el Pablo gritó -¡A los profes!- e inmediatamente, como unas bestias hambrientas, partimos a buscar cualquier pedagogo que apareciera. Y estos, como una manada de gacelas y antílopes, salieron amilanados esparciendose por todos los rincones. Los más viejos asumieron su padecimiento como justo e inexpugnable, dejándose tomar para ser apilados en el paredón de los "regados lamentos". En cambio, los más jóvenes, que aún no querían asumir dicha realidad, la gran mayoría huyó cobardemente, siendo esto simplemente una fiel muestra de lo que eran. Nosotros hicimos justicia, ya no era una simple jugarreta. Cada uno de ellos, obviamente contando a los directivos, debían pagar. Fue, sin lugar a dudas, la inmolación necesaria a esos Dioses que nos habían relegado del sistema.

Hasta que sonó el disparo y todo se vino abajo.

Los desconcertados, ahora, éramos nosotros. Nadie sabía que había sucedido. De inmediato el olor a pólvora se hizo sentir y temíamos lo peor. Así que nos reunimos en la afanada sala de profesores, a recibir órdenes o que se yo, pero resultó que Gabriel, nuestro comandante no se hallaba por ninguna parte. Mierda, ahora sí que se armó la grande. Todos nos mirábamos con una cara de turbación y desconcierto esperando que alguien dijera algo. Nadie se atrevía a salir por ahí. De seguro el que disparó mató a alguien, para no decir que a Gabriel, dijo el Romero. Cállate anda y ve que pasó será mejor si quieres opinar. Y ante la respuesta no supo que decir y se quedo mirando al piso. De ahí ese silencio, no como el del inicio, sino de completo arrepentimiento. Yo me ofrecí.

Agarre una pata de una silla y lentamente comencé a caminar por el colegio. El disparó sonó cercano a nuestra sala, quizás ocurrió en la de los terceros, contigua a la nuestra. Ya estaba por llegar, mi arma la agarré firmemente e inicie a inspeccionar las salas. Todas desérticas, pero parecían evocar un terrible sollozo amargo por lo sucedido. Ya sólo faltaba la de los terceros. El rechinar de la puerta hizo aún más tétrica la situación. Pero nada, ni una sola señal de vida. Y ahí entendí. Corrí lo más vertiginoso que pude, me tropecé con un banco, torpemente moví la manilla de nuestra sala y bastó unos segundos para ver la sangre derramada. Ahí estaba, su cuerpo sin vida en el suelo de negras baldosas. Gabriel la miraba con unos ojos de otro mundo sentado en el piso con las manos en la cabeza. ¡Mira mierda¡ ¡Mira la mierda que hicimos! ¡¿Eso querían?!...Yo no supe que decir, la escena era horrenda.

Me devolví corriendo a donde los muchachos, les narre lo sucedido y luego todos nos tapábamos la boca al ver el suicidio omnipotente de nuestra profesora. Su brazo estirado con la pistola en su mano, sus ojos bien abiertos mirando hacia el vacío, su cabeza maltrecha todavía humeando y todo su cuerpo manchado de sangre nos dieron la peor imagen de nuestras vidas.

Ese diáfano mensaje. Esa ingenua y frustrada mujer. Ese disparo desesperado y tan sordidamente educativo a la vez. Sin duda que aprendí muchas cosas en el colegio después de ese fatídico día.

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