¿Siempre deben existir polos opuestos para generar corriente?
Tengo que llevar esta gran carga todos los días, alrededor de cien toneladas sumándole el inodoro cuando está lleno de mierda. Quizás me lo merezco, o probablemente ya lo hago de puro masoquista. Aunque en verdad para el caso da lo mismo, ya me acostumbre a llevar este remolque a mi cintura, bastaron solo meses para agarrarle el sentido, o mejor dicho, para inventarle un sentido. Y si bien me viene el arrepentimiento de vez en cuando, solo sigo por estos caminos inhóspitos tratando de no razonar mucho el tema, ya que de hacerlo, evidentemente que no tiene ninguna lógica.
No sé ni cómo pero un día renací con esta casa andante amarrada a mi débil cuerpo y fue, es y será así. En una suerte de ironía, de todo lo que trataba de huir justamente aquello se acerca a mis pies para luego marcharse sin previo aviso cuando más lo exijo.
Básicamente debido a ella. La que vive en esa carga, la que duerme, sonríe y juega tirándome del cuerpo a cada instante del día, para luego en la noche abrir la puerta del hogar con ruedas y llamarme como una fiera salvaje. Ahí es donde todo cambia, donde todo se hace exquisito y fervoroso. Ella, la que vive dentro de mi carga, me abre sus puertas para mostrarse dócil, infantil y hermosa. Me permite bañarme de las inmundicias de mi vida, me sana las heridas hechas de tanto avanzar y me reabre los ojos con solo observar su iluminado rostro. Tan pequeña, tan simple y tan ingenua, y a pesar de todo me pesa tanto en la vida. Luego le digo –Te amo- a lo que me responde en un tono ahora sumiso –Yo más- y ya sólo queda comenzar lo mismo de cada noche, enredarnos en las sabanas suaves y majestuosas de la eternidad. Ahí me olvido, se borra mi memoria y me transporto a otro mundo, uno maravilloso y divino. Se asumen los polos, se inicia el juego, intercambiando roles o quizás despojándonos de todos ellos, para así quedar completamente desnudos acariciando cada parte de esos cuerpos finitos. Se combinan nuestros sexos en un salvajismo templado donde el pecado, la vacilación y el engaño hacen comprensible el motivo de las amarras. Un último respiro y ambos cerramos los ojos cayendo satisfechos de toda esa ambrosía; para abrazarnos como nunca, como si al siguiente turno ya todo acabara. Nos ocultamos de aquel de arriba que perpetuamente con recelo nos observa sin poder hacer nada, ya que en ese santuario, en ese lecho celestial, nadie nos puede tocar. Luego miramos al cielo de nuestra morada sin pensar en nada, solo estando ahí, siendo partes de la unidad. Redescubriendo cada vez que uno más uno es igual a uno, pero no el mismo uno que los anteriores, rompiendo cualquier lógica e identidad. Ya que ese uno, único e inmutable, se escapa de todo número, se separa de lo inseparable y a la vez se completa en una sola palabra: Amor.
Pero nuevamente sale el odioso sol, quién se encarga de iniciar otra vez toda la secuencia, cegándome, perdiéndome y matándome. Para que luego el traicionado de arriba me haga renacer en mi tormento, me ensamble con más fuerza que ayer a ese palacio y me haga caminar por esos parajes donde nadie y a la vez el mundo entero logran que mi increíble Diosa tenga miedo a salir de su encierro.
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