sábado, 3 de octubre de 2009

Géminis

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La mirada era un completo reflejo de su alma ¿la encontrare otra vez? Su rostro pálido y débil daba una inevitable sensación de compasión. Su ternura era algo que llevaba en cada poro de su piel que lentamente comenzaba a besar gritando ¡ámame, ámame con todo tu ser! Ocurriendo esos espasmos de inseguridades cada vez que mis labios rozaban esa suave textura, resultando la máxima entrega que nunca antes había recibido. Sumisa y desnuda la tenía en mi cama, en mi escenario donde el clímax recién comenzaba. Me absorbía, indirectamente cada célula de mi cuerpo, sin hacer absolutamente nada. Esa pasividad daba a rienda suelta todo mis deseos con ella. Mi amor se plasmaba en ese cuerpo confundido y temeroso que se retorcía al agitarnos cada vez más fuerte. El monólogo seguía siendo el mismo, divino. Esa era mi mujer, aparentemente tranquila, completamente dócil y fatal. Soltaba lagrimas con facilidad, sus emociones no las podía ocultar. Su pelo rubio brillaba al sonreír y bailar. Esa era, así era ella, mi mujer. Sin embargo, cambió. Sin esperarlo mi tan dulce musa cambió. Como si sus alas emplumadas de un segundo a otro se fueran desgastando dejando solamente su leve humanidad.

Nos íbamos a ver en tal lugar, con una completa normalidad, pero ocurrió una interrupción y nos vimos obligados a olvidar cualquier plan. Ya vaticinaba yo que iba a pasar, después de todo, era géminis en su interioridad. Una reunión de mujeres estaba por organizar, era el deber como su pareja, visitar, y ya sabía yo como era ella al estar con sus compañeras. Al llegar me encontré con mi mujer, que al abrir la puerta comenzaba a resquebrajar. Su tierna piel a pedazos caía a mis pies, advirtiéndome de lo que iba a pasar. Al pasar por el umbral, ya era otra, no mi mujer. Su pelo se convertía a un oscuro y vacío negro, su rostro ya no expresaba compasión alguna sino temor y falsedad. Carcajadas y ofensas comenzaba a expulsar de esos labios que ya no eran míos ni de nadie más. Sus amigas provocaban algo que no sabría explicar. Improperios, incluso contra mí, conocí. Era aborrecible, altanera y malagradecida. No sé que hizo con mi mujer. Sus alas marchitas ya desaparecían y solamente quedaba una humana. Todo el idealismo, la perfección y las sutilezas, se esfumaban así, como todo el amor que huía cerrando la puerta extraña. Su grupo me excluía, me apartaba de mi existir, convirtiéndome en un florero, un payaso y en un sirviente poco menos. Cambió con ellas, ¿por ellas? Sólo cambió. Su amiga se convertía en su amor, yo pasaba a un segundo plano, uno de omisión y reclusión, y me debía bastar o al menos para esperar, si en algún momento volvía a mostrar a la mujer de la cual me enamoré. La desilusión de no poder acariciarla, de no poder besarla. Ahora me daba asco, su piel envejecida, su figura excedida y su rostro ofensivo ya me repelían. Tan sólo quería a mi mujer y al cruzar por esa puerta, al escuchar el llamado de sus íntimas chillonas y mal nacidas, me dejaron esto. Una bestia aborrecible y desagradecida. Qué hizo con mi dulce niña, mi tierna niña. Qué hizo con la de ondulado y dorado pelo, qué hizo. Odie a sus amigas, pero después de todo, ellas no tenían la culpa. Géminis tenía que ser, mostrando o ocultando su verdadero yo. El amor, el maldito amor. Nos hace aceptar lo inválido. Entender lo que nunca debimos comprender. Asumir lo ilógico como algo obvio, lo ambiguo como algo real.

Maldición quiero a mi mujer grité en mi interior, mientras veía como todos esos monstruos se burlaban de mí con sus tazas de té y el sushi para servir. Mi mujer, ya no era ella. ¿Se puede dejar de ser? Mi mujer ¿O no será que yo cambié? Mi parecer ¿Cuál es mi verdadero amor? Mi mujer. Mi pensar me dice que no. Tan sólo la idea de su ser. Tan solo la falsa ilusión de una mujer, que es todo y a la vez nada dependiendo de la ocasión.

Sólo me pregunto, en qué me convertí señor, no será el monstruo sin alas que soy, sino la tierna utopía que en deseo, pensaba vivir.

¿Quién fue el que cambió? Fin de la función…

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