Nos juntábamos los sábados cada dos semanas, simplemente a hablar. El imperativo era tal cual, solamente conversar, daba lo mismo sobre qué, ni los cómo, ni mucho menos la doble intención. Bastaba con reconocernos como humanos para darnos por satisfecho o al menos para seguir un día más con la triste apariencia de una solidez o de algún trillado equilibrio que cada uno buscaba solventar. Al menos dentro de ese mutuo marco de necesidad las reuniones se tornaban amenas e interesantes, dando espacio a un sin fin de revelaciones que para el caso llegaban a ser vagas y nimias. No me acuerdo bien pero esa noche hablamos del suicidio, de la necesidad de probar cosas nuevas, de drogarse, del suicidio. Pareciera que todos simplemente nos hallábamos unos cobardes que no se atrevían a cometer el gran e idealizado fin; todos conocíamos, y con gran desdén, que éramos unos dominados, unos adictos a la determinación. No vivíamos la vida que queríamos vivir, éramos unos cadáveres inertes que buscaban morir. Apagábamos las luces, en una desidia casi forzada por nuestros mundos. Prendían ciertas velas y se equidistaba el alcohol. Así eran las reuniones del Club cuando era joven, así se iniciaba la perenne maldición. Y precisamente lo decadente y patético que se mostraba el ritual, lo volvía más irresistible, parecía existir una propia humillación previa necesaria en esas vidas, necesaria para necesitar. Y volábamos. Sin ala alguna, sin freno alguno, sin ni siquiera cielo estrellado. Volábamos buscando ilusamente con que estrellarnos. Sin embargo, en esa noche ocurrió. Las copas ya estaban llenas y el licor iniciaba el interesante proceso de truncar nuestras psiquis. Las caras se difuminaban y el punto de fuga parecía desaparecer. Vaso tras vaso, lágrima tras lágrima, soledad tras soledad iban yermando lentamente las voluntades sobre nuestros seres. Me sentía pesado, reconocía toda la carga que llevaba y dialogaba con ella. Vaso tras vaso, iba ya disipando cualquier fin último, vaso tras vaso, me fui borrando. Pero me llego el golpe con la realidad, o al menos mi cuerpo se hizo presente al flaquear. De una manera circunspecta me escabullí hasta el baño, vomite todo el material, y me quede observando a mi reflejo. Como había llegado a tal, me aborrecía, nosotros que éramos intelectuales no podíamos darnos el lujo de morir de esa forma. Debía ocultar cualquier evidencia, así que limpié el retrete y llene de fragancias de lavanda y margaritas el baño ajeno. Volví a la ceremonia y continuó la charla. No obstante había algo que se hacía notar, tenía una sensación distinta; definitivamente lo sabían así que busque cada posible vestigio que me incriminara. Claramente el olor a vomito se había impregnado a mi ser a cabalidad, o incluso el propio sonido, el quejido inconsciente al expulsar el alcohol tan elocuente y disonante se debe haber hecho notar. Veían en sus caras como se reían de mí, notaba que olfateaban como sabuesos en la sala encontrando a la víctima, la inesperada víctima por cierto. Pero eran gentiles, grandes actores (como todos en verdad), unos sínicos de mierda que gozaban con mi ansiedad. Me devolví al baño y me lave las manos con una esquizofrenia que no llegaba a satisfacer mi vesania, necesitaba lavarme, me saque la camisa y la corbata, encontré el hedor a alcohol de inmediato. Me metí a la ducha muy sigilosamente y con rabia comencé a pasearme con el jabón. Volví renovado, pero nuevamente sentía ese aroma maldito. Me lave con más fricción ahora y en vista de la ocasión, producto de la desesperación, me rocié el aroma a lavanda de baño sobre mi cuerpo. Regrese, pero noté ahora el olor que venía especialmente marcado de mi pulgar izquierdo. Más fricción, más jabón. Ahora estaba en las uñas. Más fricción, más jabón. -¿Matías, te sientes mal? ¿Por qué has ido como siete veces al baño?- Me preguntaron, obviamente socarronamente, cuando ya me rendía en el sillón. No tranquilo estoy súper bien. Como los odiaba, como gozaban con mi secreto de Perogrullo. Ese olor, ese embrujo fatal que no quería salir, debía acabar o al menos cambiar. Así que me vi obligado a tomar un camino apresurado, me impregne de mi propia orina y salí triunfante del baño. Esperaba que por fin asumieran su actitud falsaria pero en cambio siguieron la conversación, como si ningún olor existiese. No aguantaba más así que grité como nunca -¡Atrévanse a decirlo de una vez!- y todos quedaron sobrecogidos e intrigados. -¿Me dirán que no lo han olido? Y negaron con sus cabezas. Me van a decir que no sienten el olor a vomito que tengo, el olor a orina que tengo en mi cuerpo. Y otra vez negaron ahora riéndose por lo absurdo de la situación. Nadie lo había sentido… Nunca había existido para ellos… Al menos hasta que Miguel se me acercó y sintió de inmediato el horrible hedor, para luego mágicamente invadir todo el recinto y generar el malestar de todos los convocados. De ahí que no me puedo limpiar la pestilencia, mi condena, mi humillante condición. Llevo casi diez años ya y a pesar de bañarme en fragancias finas y pomposos jabones perfumados, la peste sigue ahí, la perenne desconfianza no me deja dormir.
4 Confutación(es):
Surrealista...
Me parece...
wenisimo
saludos!!
No puedo dejar de alimentar tu hamster.
Creo que esa noche, todos vomitamos.
Algunos de manera mas evidentemente, otras se ocultaron, otros esperaron el fin de la noche, pero todos vomitamos. Y para mi, fue un gusto.
"Platoncito" se vuelve una innegable obsesión...
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