Dedicado a
mi eterno fetiche,
esa pequeña dionisíaca.
¿Quién soy? El hombre quedó con esa interrogante por varios meses, hasta que ya hastiado del pensamiento tormentoso y punzante, se dirigió al mar. En la arena, divisó como una boya roja se agitaba sin descanso a lo lejos. Se sacó su camisa, botón por botón y se desabrochó el pantalón. Dejó escondidas sus prendas entre unos matorrales y libre de todo peso comenzó a nadar. Estaba muy helado el ponto, tan gélido como su razón, como su sin razón. Ya unos metros adentro, la marea lo desviaba, la sal le ardía en sus heridas y sus piernas le empezaban a recordar el sabor amargo del desgaste de toda una vida huyendo. De pronto algo le agarró el pie, él no reaccionó. Se iba hundiendo en el triste y grisáceo mar, sin saber por qué, sin necesitar el por qué. La boya ya se lograba mirar desde abajo pero ya no le importaba, la razón inventa muchas tonteras mas la voluntad es la que resuelve al final. Y se iba hundiendo, se iba ahogando, se iba muriendo. Una enormidad de peces lo iba acompañando en su periplo, una ballena se hacia presente metros más adelante con su bello canto y hasta tiburones lo rendían honores mientras el seguía hundiéndose en la inmensa profundidad de la abundancia. Sentía como sus pulmones, faltos de oxigeno, comenzaban a flaquear, parecía el final pero no. Era una falacia, un feroz montaje de sujetos cobardes. Dejó de respirar, mas siguió vivo. Sus pies se fueron uniendo y su cuello se alargaba lentamente. Se adaptaba al medio con movimientos ágiles y delicados entre medio de los corales submarinos. Un gran ojo entremedio de unas fosas lo invitaba a seguir hundiéndose. Un enorme cachalote perdido de la historia hacia retumbar las enormes masas de roca dura que encarcelaban su monumental cuerpo. El hombre, que ya sin rumbo, que sin necesidad, vagaba mirándolo con atención; al cabo de unas horas logró retirar todos sus barrotes de piedras ancestrales. Todo el mar se estremecía, el gran gigante olvidado por fin era liberado de su prisión. Se generó un gran movimiento de tierra y bastó tan sólo un segundo para que el coloso ya no estuviese donde tenía que estar, en donde ahora se lograba ver un pequeño cofre bien decorado como desteñido ya de tantos años oculto. Se acercó curioso a abrirlo pero la profundidad ya era demasiada, las atmósferas le aplastaban cada hueso o lo que quedaba de ellos. Retrocedió. Pero no tenía nada que perder, ya había dejado en alta mar todo su antiguo ser. Así, en su ultimo aliento se sumergió en la fosa mas profunda de los mares para abrir aquel enigmático cofre. Sus brazos no lograban levantarse ni sus dedos podían mover el candado ya vencido, aún así luego de morir en el intento, su cuerpo ilógicamente empezó a hundirse en un frenesí, tanto así que golpeó con su cuerpo inerte el cofre, el cuál comenzaba a abrirse lentamente liberando miles de burbujas que nunca habían logrado surgir en el tiempo. Su cuerpo quedó a orillas del mítico cofre, que no poseía ni oro ni cualquier otro metal precioso, poseía a la nada. El hombre nunca merecía, ni tampoco quería saber que su gran epopeya se fijaba en pos del vacío, de ese que lo llena todo en la profundidad de su lejanía. Se volvió a cerrar al cabo de unos minutos y el cuerpo del hombre iniciaba su recorrido a la superficie, la física volvía a ser la misma, tan lógica y tan innecesaria. Su cuerpo volvía a ser el mismo, sus pulmones volvían a pedir aire y los difusos rayos del sol le devolvían la vida de a poco. Abrió los ojos. Apareció tirado en una incomoda arena con las olas golpeándole el rostro en un ir y venir constante. Quizás cuánto tiempo he estado así. Estaba entumecido, se levantó y comenzó a caminar por las orillas del mar. Encontró en unos matorrales unas prendas de vestir que le quedaron un tanto grandes pero que igual le sirvieron para abrigar su cuerpo. De a poco se fue alejando del mar dando pasos en sentido contrario pero que solo lo llevaron a más arena, dunas y un ardiente astro Todo era desierto cuando pensó. ¿Quién soy?...
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